viernes, 9 de diciembre de 2011

La denuncia


“De sus axilas extrae el hombre
la cera necesaria para forjar
el rostro de sus ídolos” 
-Nicanor Parra-


            Antes que nada, y antes de que pierdan tiempo leyendo esta bazofia, les aviso: den vuelta la página. Ya ven, el que avisa no traiciona. Si siguen leyendo es porque son tan porfiados como yo, obsesivos, manipuladores, miedosos, víctimas de la eterna duda de “lo que hubiera podido ser”, un poco mentirosos, vergonzosos, tímidos, y tal vez, apenas, sientan, en determinadas ocasiones, un poquito de envidia. Y, sin embargo, siguen la lectura, como si no les importara darme la razón. Bueno, esta pequeña historia está basada en la certeza de que nada es perfecto en la vida, y digo esto intentando evitar toda cuota de pesimismo, aunque no creo que lo logre. Fundamentalmente, lo que quiero contarles es, dentro de todos mis días vividos, uno que fue particularmente consternante, pero no por eso olvidable, a pesar de que lo escribo, justamente, para eso, para no olvidarlo.
            Como decía, nada es perfecto, ni siquiera la certeza-de-que-nada-es-perfecto es perfecta, por lo que, todo parece ser más complicado de lo que parece. Y es así, uno empieza hablar de estas cosas, y siempre termina citando a Freud, a Marx, a Nietzsche; haciéndolos decir un clericó de farsas. Y, sobre todo, de lo que se trata, en última instancia, es de los criterios que uno podría llegar a tomar en cuenta para definir “lo coherente” acerca de un acontecimiento cualquiera. ¿Cuántas veces pasan cosas realmente extrañas, aciagas, sucesos de naturaleza abominable, ominosas; y uno, chupado por la vorágine de lo cotidiano, ni se percata? De lo que se trata aquí, es justamente de eso, de percatarse.
            Estaba yo, en uno de esos días que siempre se parecen al anterior, leyendo, tal vez, cocinando ¿Quién sabe? Lo que me pasa, y que ya he contado muchas veces a mi analista, es que después de cualquier acontecimiento violento, me olvido de todo lo que hice inmediatamente antes. Él dice que es una amnesia neurótica, no se qué cosa del complejo de Edipo, y blablabla. Yo le pago, y él me insulta: Así está el mundo, señores. Lo cierto es que, mientras yo hacía eso que ahora no recuerdo, unos cascotazos golpearon contra las ventanas de mi casa, haciéndolas estallar. Pedazos de concreto, como proyectiles, me invadían, y enseguida había vidrios por todos lados, desparramados a lo largo y a lo ancho del living. A su vez, los trozos de roca, pegaban contra los muebles y en los adornos que reposaban sobre ellos, provocando todo tipo de destrozos. Era lo más parecido al bombardeo Nazi a Inglaterra que había visto en mi vida. Yo, mientras esto pasaba, quedé inmóvil, carcomido por la sorpresa, estupefacto, turbado. En primera instancia, no entendía nada; y en segundo lugar, tenía mucho miedo. Al principio pensé en asomarme y, de esta manera, poder ver quién se había ensañado conmigo. Pero después, como siempre me pasa, me dio un ataque de pánico, y bueno, me vi muerto allí, entre todo ese caos. Quedé tendido boca arriba, entre vidrios y cascotes. La presión en el pecho, la taquicardia, el dolor en el brazo izquierdo, la falta de oxígeno, hicieron que me autodiagnosticara un paro cardíaco, e inmediatamente empecé a imaginarme quién encontraría mi cadáver allí, quién sería el primero en hallarme, qué haría. Llegué a imaginar mi velorio lleno de gente, incluso la presencia de aquellos que me odiaban. Las miles de coronas distribuidas por ahí, que llegaban de todos lados, los comentarios, los llantos, etc. Sin embargo, nada de esto me asombra. Mi analista dice que es una respuesta de defensa frente a una supuesta ley simbólica, y no sé que otras cosas; por otro lado,  mi médico me da una pastillita, y se me pasa. Así que, hice eso, me tomé esa pastillita, y al rato ya estaba mejor.
            Yo les advertí que no sigan leyendo esto. No les va a gustar. Pero bueno, pienso seguir escribiendo. Cuando logré reintegrarme de aquel inconveniente, no pude dejar de preguntarme: ¿Quién sería mi enemigo? ¿Qué habré hecho para que me hagan eso? La verdad es que, cuando me asomé para afuera, luego de tres horas, mas o menos; ya no había nadie. Y pensé, y pensé… y entre tanta gente, no se me ocurrió quién pudiera llegar a ser el vándalo que apedreó mi morada. Lo que sí me pasó fue que, esa noche, no pude dormir. Tenía la constante sensación de que, en cualquier momento, entraría alguien por la ventana a asesinarme, encapuchado, tal vez con un arma blanca, quizás con un revolver. Cualquier pequeño ruido era suficiente como para que me levantara y echara un vistazo hacia fuera, mire por debajo de la puerta de calle, y terminara escondido en el baño, en posición fetal, en la bañera. Quizás puede sonar un poco extraño todo esto, pero mi obsesión por los detalles a veces hace que mi relato pierda el hilo. Sin embargo, no pienso pedir disculpas, yo les dije que no sigan leyendo. Jodansé.
            Como les contaba, esa noche fue horrible. Lloré. Llamé a la policía unas dieciséis veces -siempre número par, para evitar todo tipo de yeta-, pero como de costumbre, me tomaron el pelo, y nunca mandaron los cinco patrulleros que demandaba. Probé con rezar, para tratar de tranquilizarme, pero fue inútil. El insomnio me impidió, incluso, ponerme en posición horizontal. No hubo forma.
            La semana pasada me había pasado algo parecido, pero fue después de leer algunos cuentos de Poe. Cuatro ataques de pánico consecutivos. Leer no siempre hace bien. Pero todo eso no viene al caso. Lo cierto es que, ni bien el sol se colgó en el cielo y algunas personas empezaron a deambular por la calle, tomé la decisión de ir personalmente a la comisaría a hacer la denuncia. El hecho de que hubiera gente caminando allí afuera me tranquilizaba porque, si algo me llegara a pasar en el camino, tendría testigos. De todos modos, en el camino de mi casa a la comisaría, no pude dejar de sentirme observado. Cualquiera de todos ellos podría ser el victimario. A esa altura, desconfiaba de mi vecina, doña María  -una anciana viuda, de unos ochenta años, a la que le envenené el gato, porque tenía la seguridad de que el pequeño felino me espiaba y divulgaba información sobre mi vida privada a los demás gatos del barrio, y se reían de mí-; también de Pepe, el jovencito que atendía el kiosco de la esquina -al que una vez le llevé todos los caramelos que me había dado de vuelto durante un año, y se los desparramé sobre el piso y el mostrador, mientras lo insultaba a los grito, al muy ladrón-; incluso de José y Carlos, la pareja gay que vivía frente a mi casa -a los que les revisé la basura durante mucho tiempo. Es cierto que me saludaron muy amablemente y hasta se acercaron a preguntarme por mis ventanas, pero por las dudas no les devolví el saludo. Si ellos no habían sido, seguramente sabían quién fue; y sin embargo, me mentían. Es siempre la misma historia.
            Bueno, la cosa es que llegué, finalmente, a la comisaría. Entré, en silencio, y me dirigí al mostrador. En uno de los bancos, esperando, había un tipo con el brazo vendado y lentes negros, acompañado por una mujer colorada y muy pecosa, que no dejaba de fumar. El hombre ni se movía, es más, ni se le notaba la respiración. A su lado, la mujer, bastante demacrada, tenía las piernas cruzadas, y sacudía la izquierda con gran entusiasmo, como pateando el aire. Estuve un rato apoyado ahí, golpeando suavemente la superficie del mostrador con la yema de mis dedos. Después lo dejé de hacer, ya que me dio un poquito de asco. Más o menos, a los quince o veinte minutos de haber estado ahí, se dignó a aparecer una uniformada, masticando un chicle que, por su forma, tenía varias horas entre sus dientes.
-         ¿Quién sigue? – preguntó gritando, mirando a la puerta, ignorando la presencia de cualquiera de los tres que estábamos allí. Luego de aquel berrido, un silencio acompañó el cruce de nuestras miradas, y yo me animé a hablar.
-         Yo… - contesté con apenas un susurro.
-         Bueno… y que te pasó? ¿Qué necesitas? – siguió preguntando, mirándome de una manera desafiante, como queriéndome decir “Que rompe bolas que sos, nene”.
-         Vengo a hacer una denuncia – dije con vos grave, con seguridad, apoyando de nuevo mi mano sobre el mostrador-. Resulta que ayer, yo estaba en mi casa y me rompieron las ventanas a piedrazos, y…
-         Bueno, bueno, bueno… -me interrumpió- … esperá. Ahí vengo. –agregó, y se fue-.
            Nos quedamos los tres ahí, sentados, de nuevo esperando. El sol ya se hacía más fuerte, se acercaba el mediodía, y todo empezaba a calentarse. Y yo, si hay algo que detesto es esperar, y más cuando una colorada insoportable te fuma al lado. La cristiana esa no dejaba de largar humo, y con el miedo que le tengo al cáncer de pulmón por fumador pasivo, empecé a ponerme un poco más nervioso de lo que estaba. Me paré y empecé a caminar por la pequeña sala de espera, y sentí que la presión empezaba a bajarme, comencé a ver todo medio borroso, hasta que me senté y empecé a respirar por la nariz y a exhalar por la boca, practicando uno de esos ejercicios de relajación que alguna vez aprendí haciendo reiki; mientras buscaba el sobrecito de sal que llevo religiosamente en mi bolsillo derecho, intentando evitar todo tipo de desgracias frente estos incidentes. En fin, me tomé la dosis de sal, y me quedé sentado un rato allí, hasta que me sentí mejor. De todos modos, entre esa gente tan extraña, el calor, el lugar y la espera; empecé a ponerme un poco ansioso.
            Más o menos, a la media hora, mientras seguía sentado ahí, llegó un patrullero, que estacionó en la puerta, y bajó un policía que, al entrar, saludó con un “hola” medio seco, mientras cruzaba el mostrador y se metía en la sala que estaba del otro lado.
-         ¡No! ¿Estás mirando la última de Nicolas Cage? Me dijeron que está buenísima –se escuchó decir.
-         Si… vení. Sentate.
            Y así, como quién no quiere la cosa, se empezó a oír el sonido de un televisor, como si le estuvieran subiendo el volumen. Y de repente, la sala de espera se llenó con los sonidos y el audio de “la última de Nicolas Cage”. Yo, enseguida, miré al supuesto cieguito y a la colorada, como intentando encontrar alguna complicidad, pero fue inútil. Los dos monigotes estaban como pintados sobre banquito, y la loca no dejaba de sacudir la pierna izquierda. Parecía una provocación. De todos modos, respiré hondo, me puse de pie, y me paré de nuevo frente al mostrador, tratando de espiar qué hacían allá adentro. Y al ratito, vino el policía que había entrado último, con el mate en una mano, y una factura en la otra.
-         Si ¿Qué necesita? –me preguntó sonriendo.
-         ¿Que tal? Vengo a hacer una denuncia –volví a explicar, ya relajado-. Resulta que ayer me rompieron los vidrios de la casa a piedrazos y…
-         ¡Ah! Una denuncia. Bueno, esperame un ratito. Ya te atienden –me interrumpió, mientras le daba un último sorbo al mate. Después volvió a meterse en la habitación que estaba del otro lado del mostrador-.
            Al principio, pensé: “¿Esto es una joda?”. Inmediatamente, crucé el mostrador, abrí la puerta que, entreabierta, dejaba ver movimientos, y entré a la misteriosa sala, a exigir una explicación. Sin embargo, allí sólo vi un televisor, y una mesa donde había una pava tibia, un mate y un plato con dos facturas –obviamente, quedaban las de crema pastelera. Me quedé un instante ahí, y enseguida descubrí otra puerta que daba a un patio. Por supuesto, allí fui.
            Lo que sigue es algo realmente fuerte. Como dije al principio: “nada es perfecto”. Su plan no era perfecto, y tampoco mi dicha. Los vi, y durante los primeros minutos no pude creerlo. Muchas cosas empezaron a cerrarme, y comencé a entender la lógica del mundo. Estaban ahí, practicando, para no fallar. Tenían esa inmensa montaña de escombros, piedras y cascotes, y algunas ventanas en el fondo de aquel patio, a las que se las lanzaban, mientras reían. Y entonces, ya no sabía bien quiénes eran los policías, y quiénes los bandidos. Al fin y al cabo, eran los mismos, y yo me reducía a ser su diversión. Nunca dejaron de reírse de mí. Seguramente la colorada y el muchacho de lentes de sol también eran cómplices. No me vengan con reproches, yo se los advertí, no lean esta historia, no tiene un final feliz. Si quieren algo así, simplemente miren “la última de Nicolas Cage”. En cuanto a mí, me fui caminando a casa, decepcionado, esperando la apedreada del día siguiente, con la esperanza de que no tengan tanta puntería como ayer.

Dedicado a mi Hada Madrina. Todos tenemos una por ahí.

Fernando García Valls

viernes, 18 de noviembre de 2011

Crisis

Despertar, comer, viajar y caminar.
Llegar, saludar, hablar y leer.
De repente...aparece una voz particular;
todos nos ponemos serios y pausados:

esto no sucede todos los días.
Y el sol, ignorante, atraviesa la ventana.
El clima tiene la inocencia de un buen día,
pero el acorde disonante sigue resonando.

Buscar, hablar, tomar y sonreír.
Pensar, callar, mirar y volver a sonreír.
Espero que encuentres lo que buscas.
Deseo que escuches lo que dices.

Martín Vicente

jueves, 17 de noviembre de 2011

Calambur de un bosquejo o una queja de vos

Tiempo que falta y tiempo que sobra. Mucho tiempo, poco tiempo. Que estoy con vos y que estoy sin vos. Tanto tiempo, ¿más tiempo? Que estoy cerca y lejos. Tiempo que desespera, o tiempo que calma. Que estoy con vos y que estoy sin vos. Vos... (?) Voz que arrulla... Voz que tienta... Voz que despierta... Bosque siniestro.

Bosque de pinos, de arces, de vientos. Bosque de TIEMPOS.

Tiempo sin bosques, sin árboles, sin flores. Flores sin tiempo. Voces de tiempos.

Tiempos de voces. Tiempo de vos, y con vos y sin vos. -- ¡Sin voz!

Con vos, nunca y para siempre.



~~~~~~ (*) ~~~~~~



Quizás alguien decía, detrás de esos tambores:

- ¿Me regalás la Luna?

Tal vez le hayan contestado:

- Te regalo un pedazo de Saturno, que es más valioso porque está más lejos.



Nadia Davidovich

martes, 15 de noviembre de 2011

¿Pasa el tiempo?


Cómo pasa el tiempo…Estoy jugando en el jardín con mis amigos de preescolar y estaba ella, antonella, una nena que me gusta mucho; es delicada, divertida, simpática. ¡Qué te puedo decir!, es una hermosura y de repente tengo un guardapolvo y una señora que quiere que la llamen “maestra”; miro para todos lados y ella está ahí, reflejada por la luz de la mañana de abril. Esos ojos tiernos que su mueven muy despacio. ¡Qué te puedo decir!, una hermosura, de nuevo aparezco en otro lugar…estoy vestido con un pantalón de vestir, una camisa, una corbata y un saco con una insignia que decía “Leones School” y enfrente había una señora gritona que querían que la llamen “profesora”, yo no tengo miedo y la empiezo a buscar, a ella, y ¡qué te puedo decir!, es una hermosura, nunca vi una chica tan perfecta, tiene una figura que solo ella puede tener, con mirarla no me vuelvo loco, siento como que estoy flotando en éxtasis y de nuevo estoy en otro lado. Unos chicos corriendo al lado mío, y yo exigiéndoles que me digan papá, no lo puedo creer, la empiezo a buscar, a ella, no está en ningún lado y veo otra mujer que se me acerca y me dice “mi amor”, pero no está mi antonella que es una hermosura.

Paulo Vela

sábado, 12 de noviembre de 2011

Tribulinstante (despertares de un silencio)


I


         La primavera estaba avanzada en aquel entonces, metamorfoseándose en lo que daría origen al verano, sin dejarse morir todavía. Sí, eran los primeros días de diciembre; y el hecho de escuchar siempre el mismo comentario sobre el calor que asediaba a la ciudad, marcaba la pauta de lo agobiante e insoportable que se pone la gente en esas fechas, mientras que la ciudad se comportaba como adormecida todo el tiempo, investida por sacudones violentos de tanto en tanto, al estilo de una lenta agonía pre-estival. Así, en este patético e inevitable escenario, yo seguía intentando encontrarle sentido, después de mucho tiempo, a mi vida. Al principio no creía lo que decía mi madre, pero con el tiempo, y con mucho odio, empecé a darme cuenta de que tenía razón. Resulta que, a los 17 años, con mi primera novela (titulada “Lo que Miró no miró”), y debutando profesionalmente con una de las editoriales más importantes de España, me convertí en el escritor más joven de la historia de la literatura en conseguir un best seller. Sí, fui un fenómeno a nivel mundial, y la prensa me apodó “el niño de oro”. Como decía, para mi madre fue lo peor que me pudo ocurrir. Y lo decía porque me quería, incluso más allá de todo el dinero que tenía que administrarme. Para ella, celebrar el hecho pasar de ser un mundano desconocido a una estrella internacional que ocupa los primeros lugares en los rankings de venta del mundo, de un segundo para el otro; era lo mismo que celebrar el fracaso mismo. Y sí, la odie, le dediqué años de sesiones de análisis, insultos, artículos, novelas, poemas, cuentos, etc. Pero, en fin, esto que los mediocres llaman “la vida” me demostraba todo el tiempo, sin tapujos, que mi madre nunca estuvo equivocada. Así como leen, señores. Habían pasado 20 años de aquel extraordinario suceso, entre los cuales escribí cientos de libros, obras preciosas, majestuosas, más dignas de admiración que aquel bochornoso e inmaduro escrito adolescente, y sin embargo, a nadie le han movido un pelo. Las editoriales me ven doblar por la esquina y cierran las persianas. Cualquier cosa que no sea mi novela de cuando tenía 17 años, no sirve. Y es así, tormentoso y todo; es así. Todos me siguen recordando como “el niño de oro” y como el autor “Lo que Miró no miró”; y la verdad: ya estoy cansado. Ya no soy un niño, y menos de oro. Incluso me he llegado a arrepentir muy severamente de haber escrito esa inmundicia ¿Qué es lo que les ha gustado de eso? Ni siquiera en el momento en que explotó todo lo pude entender. Sin dudas, es como ya les dije. Sin dudas, mamá tenía razón. ¿Pero que sentido tiene eso ahora? ¿Sirve de algo reconocer que el otro tenía razón? Francamente, y sin pecar de orgulloso, no sirve para nada.
         Bueno, volviendo a lo que les contaba. La primavera recién comenzaba, y yo seguía intentando encontrarle sentido a mi vida ¿Se trataba de escribir algo nuevo? No. O por lo menos lo dudo. Durante veinte años desparramé ideas maravillosas en libros que ni mis mejores amigos se han tomado el trabajo de leer. Era el momento de buscar un cambio, de intentar algo distinto. Desde el principio sabía que presentarse en algún lugar como el famoso y legendario “niño de oro”, sin dudas, abriría muchas puertas, incluso a otras artes ¿Escribir letras de canciones? ¿Guiones de cine, o de teatro, tal vez? Lo que quieran. Sí. Pero también, desde el mismísimo principio, sabía que presentarse como el “niño de oro” con todas estas arrugas en la cara, esta panza cervecera y la mitad de cabello que en aquella época, inevitablemente era un bochorno. Así pensaba y pasaba, yo, la tarde primaveral. Sentado en aquel banco de plaza, deleitándome con el ir y venir de las jovencitas que, sólo con unos grados de temperatura, se vestían con apenas un trapito cuasi transparente y ligero. Fumaba, mientras se me venían unos tangos a la cabeza, que intentaba cantar, pero que sólo recordaba unos pocos versos de su letra.


II


         Decidí hacer una pausa en mis compromisos de verano. No viajaría, por resignación, a la playa del mediterráneo con Luciano y con Beatriz, y tampoco a Marruecos, como quería Valentina Soler, mi amiga y cineasta española para filmar las vidas nómades, tampoco, por cierto, me iba a quedar quieto. Por lo pronto, redactaría los ensayos que estaban en marcha desde el último semestre. Pero hacia fin año querría centrarme en algún proyecto que me permitiera subir nuevamente a la palestra. Creo que con el tiempo, después de meditar y devanarme los sesos torpemente acerca del magma que inspira una buena novela (si es que puede hablarse de magma en estos casos) en fin, luego de pensar mucho acerca de aquello que pudo animar de gracia a mi primera novela, llegué a la conclusión odiosa y definitiva de lo que realmente pasó en aquella época  y en la situación que pesaría sobre mí desde entonces. Era evidente: todo escritor cauto debía dosificar la única novela que es capaz de escribir en su vida, así lo hizo Kafka, que se la pasó escribiendo novelas sobre seres atrapados en un mundo absurdo, y por lo demás: es el caso de todos los grandes escritores: Borges, Flaubert, Proust, Faulkner, que sólo escribieron sobre obsesiones recurrentes: la inmortalidad, el tiempo, las pasiones amorosas, y la inconmensurable cantidad de palabras que llenan sus libros apenas si son nada más que rodeos, capas y más capas suavizando las verdades entre líneas. Yo no lo supe. Es cierto. Tal vez mi madre lo intuyó. No lo sé. Poco a poco lo descubro con demora: se dice de todas las maneras posibles aquello que se siente, lo sentido de verdad, pero en un par de renglones, y para el resto del papel se dispone de una madeja de mentiras. Yo, claramente, no lo supe. O lo supe demasiado tarde pero ¿cómo podía saberlo a mis diecisiete años? Era joven, ingenuo, impulsivo. Ahora, ahora sí lo sé: si se siente lo que se escribe, la literatura se vuelve rotunda, golpea brutalmente como un puño firme y el cuerpo del lector se convierte en un ringside, y, como es de suponerse, en cada palabra un avatar emocional se lanza hacia la sensibilidad que está allí fuera, esperando, ansiosa, por algunas páginas conmovedoras y lacrimosas. Pero eso, todo eso: es excesivo. Es demasiado. En cambio “si se dosifica lo que se siente y se completa el cuadro con aquello otro que no es sanguíneo realmente” a eso, luego, los críticos, le llamarán “una imaginación que vuela y algunas sutilezas con chispas de pasión refinada”. Sí, y sería todo mejor. Y una especie de sosiego bañaría el ánimo del escritor sensible; pues éste no lo sabe, y cada vez que late en lo que escribe con el pulso de su sangre, debería tener en cuenta que después de su novela más sincera estará destinado a ser un mal escritor. O bien, en el peor de los casos, un ex escritor. Y, en fin, a enfrentarse a una suma de abandonos: ser un ex sentimental, un ex brillante, un ex combativo, y además, un extranjero en su propia tierra: sus libros. Yo lo supe demasiado tarde. Me jugué la vida y el éxtasis a los diecisiete años. Lo sé ahora. Luego de esa bella pasión que sentí por Lucía, que retraté con tanto detalle y fervor, porque por entonces ella me cegaba, y no podía negarme a todo esto, a todo ese encanto de la primera vez. Al decir de hoy, no hacia otro cosa que inaugurar en mí la nostalgia. Pero ¿por qué luego sentí que todo aquello había sido excesivo? ¿Por qué, repetidas veces, intenté estúpidamente huir de todo aquello, como queriendo escapar de mí, y escapar de aquella relación contrariada como de la única aventura real en mi vida? ¿Fue por miedo? ¿Por cobardía? Tal fue la intensidad de mi pluma en aquellos tiempos. Tal fue mi pasión por Lucía. Eso creo. Que cuando me aleje de ella, me aleje de mí.


III


         Pero… ¿de qué iba a hablar? Su vida se había vuelto tan monótona y gris, sin sentido…no tenía grandes inspiraciones que entonaran su pluma de alguna manera.
         Se le ocurrió que para superar al “niño de oro” tenía que escribir un libro que cortase la respiración de cualquier lector desprevenido. Tenía que ser una historia apabullante, escandalosa, que desnudara los miedos o el pudor más oscuro de los hombres. Tenía que ser la novela más estremecedora de la historia, ni más ni menos.
         Pero otra vez, ¿cómo iba a escribir semejante novela ese escuálido muchacho con cara de nada, que había perdido todo interés en encontrar un rumbo  a su penosa y miserable existencia? No había otra salida: su vida debía dar un vuelvo, un vuelvo sin vuelta atrás, sin retorno. Debía proponerse un desafío extraordinario, para llevarlo a cabo y trasladarlo luego al papel, iba a escribir sobre su propia vida, pero antes iba a enloquecer por completo para transformarla en algo impensable, inimaginable.
         Apretó un cigarrillo con su zapato; los ojos le brillaban mientras ponía a funcionar su cerebro, atrayendo lentamente sus ideas.
         ¿Qué cosa jamás se había imaginado capaz de hacer? ¿Qué desafío podía poner a prueba sus temores más insondables, sus instintos más implacables y abismales?
         No cabían dudas: la muerte, la muerte era el eterno y último enigma sin solución imaginable. La muerte, era el tema de una novela imposible.
         Sus dedos temblaron cuando pensaba…”escribir en el mismo instante de morir”.


IV


         Escribir en el mismo instante de morir, duele tanto…tanto…el hastío de la “forma/conforme” escritura. En todo caso prefiero la “forma/disconforme” desbordante de los contornos, los umbrales de una escritura sin centros, sin fijaciones, sin fundamento. Escritura de lo imposible que se va haciendo posible en mí…Escritura de huellas, de espacios literarios atravesados por y en los silencios.
         Ruidos, silencios, llantos acallados que desean ser escuchados. Enmudecer, callar, llorar descarrilando los goznes de los tiempos por venir en ti…, en mí…en nosotros quizás…Cada algo es eco de nada. Me gusta pensar que estoy en un no lugar, en un territorio desconocido…y al mismo tiempo tan amado.
         Preferiría no hacerlo…preferiría no decirlo…, preferiría no suicidarme…quizás preferiría matarte…Pero no…, prefiero definitivamente, eventualmente no matarte…


V


            Desperté de golpe en medio de la noche, con el pensamiento de ella incrustado en mi cabeza. Pasó un rato hasta que me di cuenta dónde estaba, y que había estado soñando muy vívidamente, que por eso la confusión momentánea. Una vez despabilado, aún en la cama, mire el reloj: las cinco menos cuarto. Sin sueño ya, me siento en la cama. Algo que hago siempre: antes de levantarme, me quedo unos momentos sentado en la cama, terminando de despertarme, saliendo de esa otra escena que son los sueños. ¿Cómo es que ella se vino a alojar en mi mente, así sin avisar? No había estado soñando con ella. Tampoco la había visto hacía poco, ni había escuchado o visto algo con lo que pudiera relacionarla. Es más, el pensamiento más recurrente, el que más ocupaba mi preocupación era la novela. “Ah…tal vez sea eso. El «ella» es en realidad el de la novela, no el «ella» objeto de mi deseo en el pasado” pensé. Sonreí un poco ante esta asociación y me levanté de la cama, camino al baño. Al salir, me detengo en el pasillo unos momentos: aún habiendo hecho esa asociación en la cama, aún habiéndome lavado la cara y despejado, su pensamiento seguía en mi cabeza. Al llegar a la cocina, cruzando el living, prendo la luz y pongo el agua a calentar para el café. “Tal vez esto me despabile bien” pensaba, intentando encontrar una respuesta ante la intromisión en mi cabeza de su pensamiento. ¿Qué relación puede haber entre ella y mi novela, demandando su escritura esta última? Algo a tener en cuenta es la fiebre que padecí días atrás y todas las ideas que giraron alrededor: ideas sobre muerte, suicidio, imposibles, y cosas en torno a la escritura. Los pensamientos tienen otro estatuto en estados febriles. El delirio en esos momentos adquiere la relevancia suficiente como para que el mundo externo quede relegado a un segundo plano. Pero ¿qué tiene que ver el delirio, los pensamientos emergidos de él, con esto que pienso ahora? Mi novela, su escritura, el pensamiento de ella…
            Está bien, se me ocurren ideas ingeniosas cuando tengo fiebre. Lo mismo con los sueños: son fuente de futuras producciones escritas. Pero ¿ella? ¿Qué tiene que ver el amor con esto: los sueños, la fiebre, el delirio? Menos se me ocurre qué relación puede haber entre todo esto y la escritura. La novela me estaba produciendo malestares…la propia exigencia de su escritura, y esto teniendo en cuenta el retorno, cada tanto, del fantasma del “niño de oro”. Había llegado a un punto en que sentía que tenía que sentarme y pensar no solo qué quería escribir sino cómo escribirlo. Pero ya ni eso me bastaba, tenía que sentarme a reflexionar qué significaba escribir para mí.
            Pero el pensamiento matutino seguía interrogándome, buscando otras respuestas. El amor, el delirio y la escritura… ¿en qué se asemejaban? ¿Qué punto de conexión había? El amor bordea el deseo; el delirio expresa con menos filtro el deseo, así también más inentendible resulta; y la escritura…la escritura… ¿qué? Tiene que ver con el deseo, por supuesto. Al menos para mí. Podría aventurar una respuesta diciendo que mediante ella, la escritura, toma forma algo mío, algo que estaba dentro mío…es algo narcisista sentir el placer de ver algo escrito por uno. Pero, al mostrarlo a los demás, al compartirlo, se diluye ese egoísmo y pasa a ser una manera de decir “este soy yo, esto es parte de mí, me expongo a vos” esperando que eso que escribo haga conexión con vos, lazo, un puente.
            El amor, el delirio y la escritura… distintos modos de relacionarse con otros. Distintas formas de expresar el deseo y pararse frente al mundo, queriendo transitarlo construyendo caminos. “Pararse frente al mundo como alguien que ama, delira y, en este caso, escribe” me dije mientras sacaba el agua para preparar el café.
  

VI

            La muerte de Lucía se apareció, como un titular matutino, en la mente, en el fracaso del escritor. La muerte de un ser tan hermoso, el descanso en paz del amor mismo, aquella parca que rebana los sesos con su oz y hace añicos toda ilusión de futuro. Es la cosechera más cruel, veces mejores bendecida, que apaga el dolor, hoy lo dinamiza, sirve y transforma, hoy, y solo por hoy da a luz, alumbra un nuevo nacimiento, siempre nuevo. La mort, death, Tod, θάνατος, norte, kuolema; todas y cada uno de estos nombres para nombrar la belleza: Lucía. Todas ellas y ella que lo deja perplejo, obnubilado, en el presente, para siempre.
            « ¿Por qué me enseñaron a amar? Si el amor es un viejo enemigo que invita a llorar. Yo pregunto ¿por qué? Si al amarte mataba mi amor…»
            El abandono de la belleza misma, esa, solo esa, es la muerte más eficaz, aquella que no se lleva los cuerpos que, sabiéndolos en algún lugar, no podemos encontrar, Esa muerte, la de Lucía. Esa muerte, que con solo imaginarla, era como desmembrarse en vida. Como si me arrancaran las costillas, sin anestesia. Como si apenas un instante luego de amanecer me hacharan el esternón.
            Él, las huellas de Poe seguiría sin vacilar, en su larga noche, aún noche. El profeta de la metáfora, otra vez, sin avisar, ha sido enviado para acariciar la musa, no tan promiscua, casi evasiva, susurrándole al oído al nuevo poeta: ¡Oh poeta! Has nacido con la muerte de la sutileza viva. Muerte madre de la creación. De nuevo ella, madre auxiliadora ha venida a despertar los vivos pájaros de los tiempo oscuros. ¡Oh poeta! Ella ha hecho el milagro imponiendo sus manos en las tuyas. ¡Oh sí, créelo! Has resucitado.
            El delirio ha desenroscado, serpiente delirio, has embestido con tu veneno los secretos de un niño de oro y lo has hecho vivir.
            Hoy por fin me he vaciado de lamentos y certezas, he vuelvo a ella, Lucía, para alejarla para siempre, para acercarme a mí.


VII

            Es eso. Como lo dije, se estaba alumbrando un nuevo nacimiento. Porque nacemos allí donde morimos. Simple: yo, quería morir. Renacer en mi mismo para dejar atrás lamentos de vidas que no me animé a vivir.
            ¿Lucía? ¿Marruecos? ¿Dónde quedaron ellas ahora? Yo las abandoné. Hoy es el día. Decidí por mi yo y por mi no-yo, que ya hastiado no soporta ver mi rostro reflejado en él.
            Efectivamente Lucía hace tiempo había muerto. Y mis intentos  por ocultarle a mi mente tal suceso, hace apenas unos instantes han bajado los brazos. Me lo digo a mí: Lucía ha muerto. Era de esperar, la traición no se perdona. Mucho menos cuando es de a dos. Ella se ha perdido, y yo la invité a hacerlo, mi juventud se negó a acompañarme en este viaje, así ya no la podía esperar. Ya no soportaría otra espera más en el diario de mi piel, mi amor se había marchado y ya no tengo nada más por decir.
            He pasado por el amor y eso es enloquecer por completo.
            En mi vida he dicho que hay muchas maneras de decir lo que se siente. ¿Acaso es la escritura mi portavoz? ¿No ha sido un engaño pensarme poeta cuando las cosas pierden belleza en la descripción?
            Hoy deseo buscar nuevos camino, Los senderos de la convencionalidad ya no me pertenecen, yo seré una revolución.
            Creo que mi pluma echó a volar y no sé si quiero alcanzarla. Que Miró siga mirando, pues mi piel de oro caducó.
            Así de necio me he levantado hoy, sin saber qué hacer y quien escribió estas páginas de mi vida.
            Lo había decidido en unos minutos: emprendería mañana mismo un viaje a la tierra de mis mayores mentores. Me esperaban Alemania, Francia hasta quizás Manhattan. Allí dejaría de mi lo que no pude dejar en otros sitios.
            Me encontraba sentado en la estación, con mi pasaje en la mano, Había llegado tres horas entes de lo debido, siempre me consideré un hombre muy previsor.
            No sentía nada. Solo pensaba en ese hombre que estaba dos bancos adelante mío. Veía que estaba leyendo un libro, que por su portada parecía ser de fantasía, pues sus letras eran grandes y bien dibujadas. Hallaba gran curiosidad en este sujeto, Traía un sobretodo largo, que tapaba sus rodillas y dejaba ver sus zapatos viejos y gastados. Imaginé que sería un hombre de esos que andan largos trayectos, de un lugar a otro y por un momento sentí envidia. Fisgoneaba con mi mirada a ver si lograba ver su boleto, quizás tendríamos el mismo destino y la oportunidad de una charla me sacaría de mi estado inerme.


VIII

            Mientas tanto, conciente de ser presa fácil del sistema, pensé en hacer productivo mi tiempo de espera. A la vez que no iba a esperar más que mi tren, si ese hombre debía estrecharme una mano, cambiarme palabras, o no, así sería. Ya no iba a esperar nada de nadie. Y nada de nada, como antes de Lucía, de mis padres, de los editores y críticos, de mi profesor de Literatura.
            Pensé oportuno preguntar a la nada misma, sino a mí. Cuestionar quizá en forma de reproche al viento sobre todas las migajas de dolor que aún tenía atravesadas en la garganta. Hacer eso antes de partir. Porque una vez que partiera, no quería volver. No a ellas.
            ¿Por qué esa mañana Lucía me besó sin decir que sería la última vez? ¿Por qué tal cachetazo a nuestro tiempo, nuestra historia? A esa quietud que no es desperdicio de tiempo ni espacio, Quietud dulce y suave, paz de la que abstrae a toda la mierda tan concreta y real que nos rodea.
            Yo creí que ella era feliz ahí, en mí. Recuerdo que cuando ella estaba no había niños en la calle que hicieran más que jugar. No había ancianos que reparar en las fábricas de salud. No había mujeres con la mirada triste, de esas ante las que seguís caminando, aunque con amargura pateándote el pecho, había luz, y olor a flores (aunque ella olía a coco). El sol brillaba de otra forma, y su cuerpo y mis manos, eran todo el papel y lápiz que yo quería tener. No habría producción más sublime que la nuestra.
            ¿Por qué quiso  o tuvo que sacarme de ese lugar? ¿No era igual para ella?
            Puede que el disfraz de acidez que te proponen el orgullo y el despecho, hable, y diga que es más excitante no tener respuesta. Pero no es cierto que pueda esconder un dolor tan hondo, nunca más pude sentir respeto por una mujer, más allá de lo que se debe decir, de cómo se debe obrar en sociedad y de lo que el cuerpo y la psiquis piden a gritos consumir. A tal punto llegó en mí su desamor.
            Y es un suplicio saber que ahora, ahora de verdad, nunca me va a responder. Ella no está para hacerlo.
            ¿Por qué tiene que ser mejor espejo lo que la mayoría dice? ¿Por qué la crítica y el rechazo hablaban más alto que mi propia voz, la de mis manos, la de mi alma? La gente no podía saber que ese cúmulo de pasión que no encontraban en el resto de mis obras, provenía del abandono de mi padre, Que no pude dejar de escribir durante un mes, día y noche, con lágrimas en la pluma y el caos en esa voz. Solo Lucía  lo sabia, y ahora solo yo.
            En fin, llegó mi tren. Y parece que es el suyo también, nuestros asientos están enfrentados. Desde las sentencias de mi madre sobre mis obras, sabía que no era saludable la predisposición. Y esto lo asevera.
            Aunque esta vez, no puede contener la ansiedad de pregunta qué es lo que estaba leyendo. Luego de envolver mis palabras en cortesía para evitar la verborragia, pregunté por fin. “Lo que Miró no miró” respondió. Y mis sentidos se acalambraron colectivamente. Entre la imposibilidad de hablar y la intriga por saber qué despertaría en él, lo deje proseguir.
-          Es una novela que tiene varios años ya. Fue escrita por un adolescente que fue grandiosamente galardonado después de ella. La leo todos lo años una vez, tratando de entender por qué tanta conmoción generalizada y particular de una amante mía, aún no logro ni esbozar de qué se trata. ¿Usted la leyó?
-          Sí, por ello iba a preguntarle dónde consiguió tal edición. Nunca vi esa tapa, y conozco muy bien la novela, dado que tuve que realizar un trabajo sobre ella, como para no haberla visto.
-          Fue un obsequio de esta amante que le comenté, Cocó. Conoció al autor en su juventud y en su fascinación dedico unos días a diseñarla. Despertaba en ella grandes fantasías, por eso el estilo.
-          Claro, claro (anonadado en la confusión) ¿Y cómo fue que lo conoció? Yo siempre quise hacerlo.
-          Fue amante suya, de hecho. Tuvieron un amor de esos que, pro primeros, son los más intensos e inolvidables. Lo recordó siempre con mucha pasión.
A mis adentros pensé: posiblemente haya olvidado a esa mujer, aunque me apena realmente, Se de saber era todo lo que tenía…
-          Es más, voy a contarle la parte más simpática y romántica de aquella historia que, supongo, le interesará saber, ya que pude advertir cuánto estima al autor. Tal pureza era la de sus sentimientos, los de Cocó, que ni una gota de egoísmo había en ella, Tras ese dulce -como solía llamar- tiempo juntos, notó que tan obnubilados estaban, que él había pasado un año sin escribir, y sin siquiera percatarse de ello. Sé de su boca, porque el autor no quiso enterar a los lectores de este trasfondo, que solo el abandono pudo disparar en él tan fuerte emoción. Fue el abandono de su padre. Así, ella un día decidió marcharse y abandonar todo sitio que soliera frecuentar que pudiera volver a emparentarlos. Sabía que la belleza del amor había ocurrido a ambos. Y que dejándolo podría despertar luego, otra vez, su otra gran pasión: la escritura. También creyó que esa belleza iba a ser inmortalizada, si todo seguía el curso de lo planeado.
Ni mil terremotos simultáneos hubieran logrado tan perfecto movimiento de todo lo que creí sentir y pensar, todo estaba revuelto, siquiera intento seguir explicándolo.
Cual impulso que toma uno para clavar un puñal empuñado, pregunté, luego de suspirar la ternura más mentirosa:
-          Cocó, mujer valiente. ¿De dónde provino su nombre?
Luego de risas tosidas, me mata:
-No, en verdad así permitió que la llamara, a causa de que extrañamente su piel olía a coco. Su nombre era Lucía.

H´eros de Palimpsesto


¿FIN?